
Teléfono Rojo / El fin del INE, del TEPFJ… y del sistema de partidos
1.-Salí tarde por la mañana a la jornada de caza porque la noche anterior el trabajo se prolongó hasta las 2 de la madrugada, así que pude dormir a partir de las 2:30, más o menos.
Pasé por uno de mis amigos a su casa, en un pueblito cercano a la capital, digamos que a unos 45 minutos en camioneta si el tránsito en la carretera es poco. Todavía me entretuve en la ciudad un poco más en la compra de un producto agropecuario que mi amigo me había encargado.
Así, comenzamos el ascenso a la montaña casi a las 11 de la mañana, cuando usualmente lo iniciamos entre las 8:30 y las 9:00, cuando el sol todavía es clemente con el mundo. En esta época del año, muchos árboles del bosque han perdido el follaje, si bien en tramos largos hay algunos que lo conservan y para nuestra comodidad amortiguan el solano. Ascender senderos empinados a pleno sol suele resultar agotador cuando el trayecto es largo. Y nosotros planeábamos llegar a casi lo más alto, a un puerto donde la abundancia de agua y alimentos y la rara presencia humana propician un hábitat agradable a la fauna silvestre, en particular a los recelosos venados.
2.- La pregunta era si alcanzaríamos a tiempo las alturas, casi mil metros sobre el nivel del mar. Ahí hemos hecho cacerías de ciervos y jabalíes de buen tamaño.
En el trayecto, nos detuvimos a descansar en un paraje sombreado, donde un viejo y frondoso palofierro es generoso con los andantes. Bebimos agua, fumamos y conversamos. En el bosque, las escandalosas chachalacas alzaban la voz que casi siempre parece alegre. Casi, digo, porque al amanecer el líder de la parvada lanza unos graznidos nada melífluos que, me parece, llaman a la parvada a congregarse para comenzar la faena.
Las palomas arroyeras rascaban la hojarasca. Apenas escuchan un ruido extraño, alzan el vuelo a gran velocidad para perderse a la vista entre matorrales. Chachalacas y arroyeras suelen confundir al cazador con el trajín en la hojarasca, pues el ruido que provocan al caminar se parece al del ciervo. Por eso no prestamos atención a unos pasos leves que descendían del sendero a una barranquilla contigua y continuaron hasta perderse en la falda serrana de enfrente.
3.- Echamos a andar de nuevo. Unos 100 metros adelante en el ascenso, encontramos huellas de venado joven sobre el camino. Tan recientes que caímos en la cuenta de que eran del animal que hacía unos momentos escuchamos en la barranquilla. Se asustó con nuestras voces y cambió de rumbo. Más adelante, las pisadas eran más numerosas. Se les unían algunas provenientes de bajaderos laterales. Calculamos que serían entre 4 y 5, jóvenes que aún no han vuelto a reunirse con sus madres. En la berrea -la temporada de apareamiento- las crías se separan de la venada por seguridad. Con ella en celo, los machos adultos podrían atacar y hasta matar a los cervatos que estuvieran con la hembra. Así de “crueles” son los venados cuando los apresa el frenesí de la monta. Lejos están de la fantasía idílica inventada por Disney con la humanización de Bambi. De ahí viene el concepto Síndrome de Bambi, consistente en dar identidad humana a los animales.
4.- -Probablemente, estos venados vienen de beber agua en (me abstengo de dar el nombre del abrevadero porque es uno de mis puestos de tiro). Casi lo aseguro- le dije a mi compañero de caza.
-Pudieron beber más abajo, en los lloraderos de la pared grande. Con eso les basta- respondió.
-Lo sabremos cuando crucemos el arroyo seco. Se verá si pisaron el arenal- repliqué.
Las huellas de los ciervos se notaron aquí y allá a lo largo del camino, en sentido contrario a nuestra marcha. En el arroyo nos detuvimos de nuevo a descansar unos minutos. Llevaba poco peso en mi mochila, pues en vez de una gruesa chamarra que es mi último escudo contra el frío, cargaba dos ligeras mantas que protegen bien de las bajas temperaturas.
Por fin llegamos al abrevadero. Y sí, ahí habían bebido los ungulados trashumantes, andadores de cerros y barrancas, jóvenes aún sin territorio propio.
También había rastros de un venado grande junto a uno de los charcos y de otros más a unos 50 metros más arriba. Planeamos las ubicaciones, limpiamos los puestos y nos dispusimos a la larga espera. De pronto, mi amigo decidió subir aún más, a otro abrevadero a unos 20 minutos de camino hacia la cumbre de la montaña. Dejó su mochila, se llevó su escopeta.
-Si está bueno el puesto, regreso por la mochila- dijo. Cuando retornó, me informó que no había ni un rastro allá y que se quedaría en el segundo puesto. Yo en el habitual, donde he cazado varios ciervos grandes.
5.- El calor arreciaba. Salí del puesto y me coloqué tendido bajo la sombra. Café, cigarros y escopeta. Si apareciese un venado, lo vería y podría dispararle incluso en un tiro largo. Estuve ahí varias horas, hasta que el sol dejó de caer en mi puesto y me permitió retornar.
Mientras estuve en la sombra de refugio, observé un espectáculo que por sí solo valdría la salida al monte. Decenas de pájaros de por lo menos cinco especies diferentes, delicioso a la vista el fulgor de sus plumas, llegaban al abrevadero a bañarse, a mitigar el calor. Tras el chapuzón, subían a las ramas cercanas a sacudirse el exceso de agua. Percibí en ellos el contento, la alegría de vivir, la relajación que les dejaba el baño. Otros bichos llegaron a beber.
6.- Así la espera iba prolongándose. Temprano, poco después de oscurecer, se acercó un tejón solitario, grande. No quise dispararle. El aguardo del venado es celoso. La noche avanzaba de la mano con el frío, que entraba por cualquier espacio de la ropa. De madrugada, el mismo sitio que de día era brasa ardiente, habría de ser casi un hielo. No quedaría sino soportarlo.
Cerca de la medianoche, por fin la hojarasca anunció al ciervo. Era sin duda uno grande. Esa historia la contaré otro día.
Armando Martínez de la Rosa https://www.criterios.mx/